La otra reflexión que suscitó mi encuentro de entonces con este monólogo me llevó a mucho más tiempo atrás. Es el recuerdo de mi primera lectura del mismo, cuando tenía dieciséis o diecisiete años. Recuerdo claramente la fascinación que sentí por este texto. Sabía que quería estudiar medicina y a la vez “hacía teatro” en mi colegio. Estaba muy lejos de los largos años de vida médica ya transitada en el momento que relato, casi diecisiete entonces, casi treinta ahora. Comprendí, claro, que en aquellos años de escuela secundaria no podía aprehender esto que pude entender en aquel momento de recuperación de la obra leída y vista con poco intervalo de tiempo: la idea de presentar, a través del monólogo, un deliberado mensaje contradictorio (¿o necesariamente diferente?) al discurso médico.
Husmeadórov, el patético y amistoso personaje de la obra, no puede en definitiva cumplir con la misión encomendada por su temible esposa (disertar sobre los efectos nocivos del tabaco), porque tiene algo más urgente que hacer. Tiene que hablarnos de él mismo, de sus frustraciones, de su vida entera asfixiada. Frente a esto, ¿qué valor tiene un discurso médico? Seguramente solo podrá servir si ayuda a la liberación de cada ser humano de su propia cárcel (a nada me parece en ocasiones más semejante la enfermedad).
Por otra parte me parece extraño concluir que a la edad en que leía a Chéjov por primera vez no entendía lo que él decía. Probablemente no podría haberlo explicado como lo intento hacer ahora. Pero sin duda ya intuía que tendría que luchar por liberarme de mis propias asfixias. Y que mi tarea como médico no sería otra que tratar de ayudar a los demás a hacer lo propio.
Porque después de todo no hay peor mentira ni secreto que la que nos decimos o el que nos guardamos a nosotros mismos. ¿O acaso no nos dice esto Chéjov en toda su obra? Ahora bien, ¿no deberíamos los médicos decirle lo mismo, siempre, en toda ocasión, a nuestros pacientes?
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