Si le diera crédito a San Agustín
(como todos los conversos, pícaro
que exigía castidad después de haberse
dado sus buenos gustos)
debería desconfiar de la poderosa belleza
de tus formas, engañosa ilusión
de la única que es cierta: la divina.
Si en cambio elijo a Baruch de Spinoza
(sufrido varón que en vez de juzgar
herejes padeció ese destino, y tallando
lentes terminó puliendo mentes)
estoy abrazando la idea de que en estas
carnes tuyas, en tu mórbida cintura,
tiene Dios una de sus moradas.
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