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  Escribo, luego existo  
 

      Dos maneras sustanciales hay, creo, de conocer el mundo: la física y la poesía. Y aun cuando a veces son postuladas como opuestas, tienen ellas una profundísima nota en común, característica del fenómeno humano: la posibilidad. La ciencia y la literatura, cada una a su modo, nos introducen en la infinita gama de opciones que en el mundo y las cosas podemos descubrir. Hay en ambas una idéntica capacidad de asombro y de curiosidad que nos llevan a desear indagar y aportar algo a todo lo que se ha dicho ya, a ese fascinante camino de postas que es la historia humana: en las ciencias y en las artes, en la razón y en el sentimiento. Admiro la aproximación al estudio de la naturaleza -a la physis de los antepasados- desde la lógica rigurosa (salpicada sin embargo más de lo imaginado por el muy diverso rigor de la intuición) y hay una verdad en ella que acepto. Pero necesito de la palabra que sueña, que escapa y que rima, que juega y explora en los vericuetos del amor y el erotismo, de la alegría y la tristeza, de la imperiosa realidad y el deseo fugitivo, del bosque y el mar como goce puro. Es ese estado de gracia, de éxtasis cercano a lo místico, el que origina la palabra poética.

      Otra supuesta dupla de opuestos es el de la prosa y el poema. Taxonomía inevitable pero inexacta (como todas las que necesitamos imaginar) ambas son palabra, en esencia son las dos la transmisión de un alma a otra de lo pensado, sentido, imaginado, de la combinación de estos diversos productos que constituyen nuestra humanidad. La narración oral y escrita, en sus diversas formas: el poema y la canción, la novela y el ensayo, en suma el acto de narrar algo, es una de las más profundas características humanas, desde aquel remotísimo fogón primigenio en torno al cual los convocados disfrutaron la posibilidad de hablar. Contarnos cosas es quizá uno de los sentidos más celebrados para esa conquista de la especie que ha sido y es el lenguaje.

      La literatura, el escribir, es, finalmente, un acto integrador para el que escribe. Y es un acto que integra hacia los otros. Ese otro es, antes que nadie, uno mismo, que ya no es idéntico a quien era cuando lee lo que ha escrito. Los diversos yo que forman nuestra persona confluyen, se reconocen y aceptan en la hoja de papel. Luego los demás, los que leen (los que leemos) eso que otros han escrito, advertimos esa integración, y la hacemos propia.

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José María Trujillo
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