Una mesa tiene algo de plataforma humana,
De inmenso puerto o Cabo Cañaveral desde
El cual salen, con o sin rumbo fijo, nuestros sueños.
Pareciera que de pronto se hace vía de transporte,
Como la alfombra de aquellas orientales mil y una noches,
O le crece en medio gigante habichuela… ¡y a otro mundo!
Por ejemplo, acá estoy yo con mi asado de tira, una
Aparentemente incompatible Coca-Cola con su hielo,
Y al final la caña de durazno fresquita, gentileza de la casa.
Miro hacia afuera, y sale ya disparado el buque a su destino
Incierto (o ruge el cohete de azarosos pensamientos):
A través del ventanal que se abre a la avenida Almirante Brown,
Veo superpuestos el palo borracho que ocupa toda la plazoleta
Y ese viejo puente de hierro, detrás, que lleva a la isla Maciel.
Se me antoja ahora pensar que en un punto lejano (pongamos
Por caso, Texas) hay alguien sentado en otro viejo restaurante,
De ésos con gasolinera al lado y música country de fondo.
El probable cowboy mira un gigantesco cactus contrastando
Con algún pozo petrolero. Él, también ociosamente sentado,
Idéntica Coca o una cold beer en la mano, se pone a viajar.
Total, desde una mesa podemos ir a donde sea: al canal de
Panamá o al de Suez, a la muralla china, los Cárpatos o Alaska.
¿En qué bar o viejo restaurante se habrá sentado el italiano
Salgari (que no pasó del Adriático) para beber un Campari
Quizá, e imaginar todo tipo de aventuras en la exótica Malasia?
Así que ya sabe, si tiene que darle un golpe de timón a su vida,
¡Métase donde vea una mesa libre; quién le dice, termina
En la Antártida, Mongolia o Kuala Lumpur en breve lapso!
Déle, anímese a escribir las fantasías que se le ocurran
Con la ayuda de un Cinzano, grapa, Fernet o whiskicito.
Mire si anda encerrado ahí en su cabeza un Sandokan siglo XXI…
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