Pocas cosas producen una inquieta emoción como ver películas de hace muchos años. No aludo ahora a las ficcionales, las “de cinematógrafo”, sino a las documentales, y entre aquellas a las que rescatan algún momento en la vida de la gente común. Sin duda es también emocionante ver una vieja película con esos actores o actrices legendarios o las que siguen como guión alguna biografía destacada. Pero yo me refiero a ese curioso fenómeno del cine eternizando a personas anónimas: paseando por un parque, observando un espectáculo o, como vi precisamente hoy, bailando en un carnaval de Buenos Aires hace casi cincuenta años.
El baile popular es de por sí algo notable, uno de esos raros momentos de la vida en que, al participar en él, uno siente que toda la humanidad es feliz. Tantos años después, gracias al milagro del cine, puedo ver a un grupo de personas totalmente ajenas y a la vez tan próximas. Veo sus rostros sonrientes, los cuerpos moviéndose sin inhibiciones, y sé que son argentinos, que bailan en las calles que conozco, los veo vestidos y peinados de tal manera que recuerdo fotos de los álbumes familiares, y puedo imaginar a mis abuelos, padres o tíos bailando entre ellos...
Todo es hermoso y contagia la alegría verlos así. De pronto, imprevistamente, ocurre algo que por cierto es muy habitual en estas situaciones. Alguien reconoce que la cámara está filmando, sus ojos lo revelan, su actitud cambia a veces, ya es menos espontánea. Incluso codea a su vecino, o se lo dice, y vemos como su compañero o compañera se hace cómplice de esa mirada también.
Y alguien (hoy fue una muchacha desde un camión en movimiento) hará algo más, algo que potencia sorpresivamente mi emoción: saluda hacia la cámara, y está feliz de hacerlo. Sonríe y saluda con su mano. ¿Por qué lo hace? ¿Se dirige a una persona que no puede verla a los ojos mientras está filmando, que seguramente no puede responderle? No, el saludo de quien es filmado va más allá de quien filma. Lo hace porque, aunque no lo piense en ese momento (pareciera que esto es siempre algo instintivo), sabe que con ese acto está trascendiendo ese instante feliz. ¿Intuye quizá que trascenderá a su propia vida?
Y creo que es por eso que me emociono cuando la veo agitar su mano y sonreír. Porque de alguna manera, mágicamente, ella brinda su breve gesto a todos los que podemos verla hoy, joven y alegre en un carnaval de hace medio siglo. Nos saluda a nosotros y a los que vendrán luego, y a los otros, y a los que vendrán después de ellos. A todos nos regala su sonrisa y su felicidad.
Yo le agradezco hoy su obsequio. Más adelante, seguramente, lo hará alguien más…
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