Creía que el ideal de la belleza era griego. Hasta que la vi en Berlín. Porque allí comprendí que sólo hay algo que estéticamente puede superar a la perfección de las formas: el enigma. No pude verlo en la sonrisa de La Gioconda. Sí lo sentí profundamente frente a la reina egipcia. Pero creo además que el enigma la trasciende a ella misma. Se trata de cómo alguien ha sido capaz de plasmar ese rostro hace milenios.
Y el misterio consiste en que ese busto siga resultando enigmático aun cuando podamos saber bastante sobre la mujer de elegante cuello y esa perfecta imperfección de la pupila única. Sabemos por ejemplo que fue esposa del faraón que imprudentemente deseó ser Cristo mucho antes de que Él llegara. Un rey que quiso obligar a sus súbditos a adorar a un único y bondadoso Dios, pero que tuvo que usar la fuerza para ello. La contradicción fue intolerable y la belleza de Nefertiti no alcanzó para frenar la furia desatada. Sabemos todos estos avatares grandiosos y también que seguramente fue Tutmosis el maestro escultor que la inmortalizó.
No hace falta ir a Berlín para asombrarse. Nuestra curiosa fortuna sudamericana es poder verla en un museo de la ciudad de Montevideo, junto con otras magníficas réplicas. Probablemente la estupefacción es aquí aún mayor. Nos hemos acostumbrado a la extraña idea de ver tesoros egipcios en Alemania. No es tan fácil, aunque sí muy grato, acomodarse a la idea de tenerla en el Uruguay.
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