Sigo las huellas de Paracelso, de Hesse, de Jung. Me asombra la avidez de Suiza que tengo, ya que si no fuera por la presencia de mis amigos en Sión, el espíritu de este país me es extraño. Todo es demasiado perfecto aquí. En Zürich me sorprendo aún más, ya que encuentro a los suizo-alemanes más cálidos que a los de la parte italiana. En esta hermosa ciudad (cuesta creer que albergó tanta turbulencia intelectual) busco una placa que rememore la estadía del médico alquimista en una posada. No la encuentro. De todas maneras sé que él estuvo aquí, hace ya casi quinientos años. Supo demasiadas cosas para una sola persona y en una época inconveniente. Su carácter tampoco lo ayudó. Pero debe haber habido pocos médicos en la historia entera que hayan deseado tanto serlo. Creo que es su mayor legado. Para ser un buen médico –nos dijo- hay, por sobre todas las cosas, que cumplir con una condición esencial: desearlo con toda el alma. Su epitafio, en Salzburgo, dice que fue un gran médico que curó notablemente ciertas enfermedades. Yo hubiera escrito: “aquí yace alguien que deseó sinceramente ayudar a los demás”.
En Küsnacht, muy cerca de Zürich, a orillas del lago, en una casa bellísima, se aloja el Instituto Jung. Allí parece sentirse la presencia de este otro médico que pensaba que, como el centauro Quirón, “sólo el médico herido cura, y aun así, hasta donde él mismo ha logrado curarse”. Su carácter no era suave. Pero su estructura, sólida, le permitió una larga vida intentando penetrar en los secretos de la condición humana. Cuando murió, un rayo quebró un añoso árbol del jardín.
Jung estudió a Paracelso a varias centurias de distancia. En cambio se trató personalmente con Hermann Hesse, de quien fue psicoanalista un discípulo suyo. La mente del gran escritor era muy prolífica pero extremadamente frágil durante su juventud. Fue según parece la vejez vivida en un pueblo de montaña -Montagnola, muy cerca de Lugano- la que trajo al fin la serenidad, dedicado fundamentalmente a la pintura. Y es precisamente un anciano de ese pueblo quien me cuenta orgulloso que conserva una “cartolina” que le fuera obsequiada por el propio autor. Es una anciana también la que me dice que no entiende bien por qué viene tanta gente a visitar la que fuera la casa del escritor, el humilde monolito en la pequeña plaza, y, especialmente, la tumba del sereno cementerio montañés donde Hesse descansa junto a su mujer.
Como recuerdo, compro un par de postales que reproducen sus pinturas. Pero me llevo sobre todo una hermosa vivencia de sosiego y paz, con un sentimiento renovado de gratitud a quien me proporcionó muchas horas de estimulante lectura en mi adolescencia.
Ahora sí. La peregrinación suiza ha terminado.
|