Seguramente eso fue así. Pero hubo algo más que provocó la sensación realmente insoportable. Fue pensar en que no solamente no volvería a verlo, sino que además algún día moriría, y este recuerdo también. Y entonces, por primera vez se dio cuenta de qué era lo que más le aterrorizaba de la idea de morir. Era justamente esto. Olvidar ese instante. Un instante que, podría decirse, justificaba toda su vida. Y ese pensamiento, esa idea de que el morir representa la anulación de poder recordar, se hizo intolerable. Aún más, cuestionó mucho tiempo de pensar ciertas cosas de una determinada manera. Y así, de pronto, apareció en su mente una opción que nunca había considerado. Si la muerte implicaba abandonar este recuerdo para gozar del conocimiento de Dios, él prefería renunciar al Absoluto. Días después incluso, le pareció que eso era tan claro, que le explicaba por primera vez la angustia del doctor Fausto.
Siempre había aceptado la idea de que Fausto cambia su alma por la búsqueda de la eterna juventud, del placer erótico, del deseo de saber. Por los anhelos egoístas, en definitiva. Ahora bien, es que Mefistófeles le ofrece al fin de cuentas algo más que perpetuar la memoria humana? ¿Acaso el crimen fáustico es entregarse al mal, cambiar el bien por lo maligno? No, su osadía es cambiar lo divino por lo humano. Es postergar el inevitable tránsito de partir de este mundo, para poder así continuar atesorando instantes, momentos, y los recuerdos de esos momentos. ¿Es eso un crimen realmente? ¿Puede Dios pedirnos que amemos más el bien que no conocemos que el amor humano? Hay derecho a exigirnos con la muerte la negación incluso del recuerdo?
Obviamente el dilema es insoluble. Imposible elucidarlo definitivamente. Nuestra búsqueda de la plenitud divina hará a veces tolerar este trueque, incluso desearlo con fervor. En cambio, al vivir un momento de profundo amor humano nos negaremos a aceptar su finitud, su absurdidad
(quizá aparente, pero absurdidad al fin de cuentas).
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