Imposible evitar la propia locura. Todos los intentos se transforman, inevitablemente, en un laberinto de pesadilla en el que los trazados convergen hacia un solo lugar. Alguna vez, tempranamente, lo visitamos. Huimos espantados y por algún tiempo creemos estar a salvo. El espejismo se disuelve por fin y el camino -tan similar al intersticio entre las repetitivas circunvalaciones cerebrales- nos vuelve a llevar. Podemos insistir con el juego o ceder. La sombría luz de la verdad se impone y otro ajedrez, el verdadero, comienza. No ponemos nosotros las reglas. Ni siquiera contamos, quizás, con la habilidad necesaria. Sólo podemos tener certeza de nuestra honestidad. No deja de espantarnos la idea de que esa condición pertenece al dominio de la ética, y no garantiza por tanto ningún triunfo.
Entre oníricos alfiles, torres y peones, jugamos solos contra un contrincante ignoto. Creemos verlo a veces entre un sopor neblinoso. Pero siempre muta, nunca es el mismo. Cuando lo acabamos de identificar con su túnica, instantáneamente se presenta desnudo. Al vislumbrar algo que semeja una sonrisa seráfica, quedamos sobresaltados por la carcajada diabólica. Son los sueños, los árboles, los libros y los otros, los que nos acompañan en la desigual partida. Agradecemos su presencia, pero somos nosotros quienes debemos mover la pieza. Nos preguntamos, mientras transcurre el tiempo inexorable, qué sentido tiene defender a un rey que ha abdicado, que no quiere vencer sino demorar el placer de la partida... Pero (ya lo hemos dicho) no hemos elegido el juego aunque debamos seguirlo. No sabemos las reglas del mismo y sin embargo nuestras piezas se desplazan. Incluso sonreímos ante un oportuno gambito y, durante un instante, creemos haber aprendido.
La morosa batalla prosigue y nos habituamos a la penumbra, que no está exenta de cálidos resplandores. Las máscaras del enigmático adversario se hacen más familiares, casi fraternas. Las sonrisas ya no son una pugna entre bandos opuestos, sino la humilde manifestación de lo humano. En ellas están además el llanto, y el gozo, y las penas. También el tormento y la dicha de tomar otra pieza (ahora es un caballo) y trasladarla. Uno, dos y al costado... No sabíamos hacerlo, pero nuestra mano lo posa en su nuevo destino.
Una fuerza feroz nos arrastra y nos lleva al circuito inicial. Volvemos al falso juego, con una extraña reminiscencia que logra amortiguar la dolorosa sensación de ignorancia y extravío. Si bien estamos otra vez, lúcidos y despiertos, frente al evidente desatino de nuestra mente, creemos recordar una sonrisa apaciguadora que nos invita a realizar nuestra próxima jugada...
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