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  Prosas Azarosas  
 

 


      Y así fue. El misto Flippy, que vivía suelto en el departamento y comía de la mano de su esposa, se comunicaba con ellos variando en su piar los estados de ánimo, alegría o protesta que tuviera que expresar (el hombre reproducía las diversas onomatopeyas con lo que parecía ser una fidelidad total a lo que años atrás había escuchado). Durante un buen tiempo, él pensó que este hombre y su esposa no habían tenido hijos, por la forma en que hablaba del vínculo del matrimonio con el amado pajarito, pero luego mencionó que justamente el hijo mayor, cuando tenía un año y medio había sufrido en su cabecita las consecuencias del misto y su libertad: le tironeaba con el pico los pelitos rubios, logrando hacerlo rabiar a menudo. Había otro hijo. Ahora los dos, grandes (el mayor, de 42 años y casi calvo) estaban fuera del país: uno en España, el otro en Canadá. La mujer había muerto hacía 15 años. Estaba claro. El hombre estaba solo ahora. Y con alguien debía compartir sus historias de vida. ¿Es eso lo que queda de la vida en el final de la vida? ¿Las historias?.

      La del hombre y su misto no fue meramente fragmentaria. No, se fue ampliando, completando con el rato. El sol se había ido y empezaba a hacer fresco, pero él quería escuchar la historia completa. Se enteró así del rol jugado por la madre y la suegra de este hombre en relación con el querido pájaro. La primera lo dejó alguna vez con el ventanal del departamento abierto, lo cual hizo que al enterarse de ello el hombre y su mujer viajaran inmediatamente en taxi, para después de angustiosos llamados (“¡Flippy, Flippy!”, repetidos ahora por el hombre como si lo estuviera llamando todavía hoy) encontrarlo muy tranquilamente posado en el barral de la cortina del baño.

      Flippy se paraba en los respaldos de las sillas y allí se quedaba dormido, por lo cual había que tomarlo cuidadosamente con las manos y llevarlo a su jaulita. Tuvo su depresión cuando lo dejaron en la luna de miel: primero Bariloche, luego San Clemente del Tuyú (adonde no volvieron nunca aunque lo pasaron muy bien -ya que estaba todo el grupo de amigos de Merlo, gentes de todas las edades- porque no les gustaron las aguas). Al volver de ese viaje –siempre tendrían a partir de ese momento la preocupación por dejarlo- y tras la febril búsqueda en la casa con fondo amplio, de múltiples verdes y pájaros vecinos, descubrieron cuánto le costaba a Flippy tolerar la ausencia de sus más que dueños verdaderos padres putativos: estaba decaído, con poco plumaje, no cantaba. Tardó dos meses en recuperarse. Y después volvió a ser el mismo de siempre.

      (Ya no sabe él si fue aquí o en otro momento en que pudo intercalar su bocadillo entre el torrente entusiasta, imparable, de los recuerdos de este hombre. Es que al escuchar hablar de esa enfermedad psicosomática del pajarito de prodigiosas costumbres, recordó, vívidamente, su propia historia -más humilde- con Perico, el jilguero que le regaló su tío Graciano, quien tenía una inmensa pajarera en el fondo de su casa, en el barrio Cabuli de Villa Maipú, partido de San Martín. Y le contó al hombre sus propias emociones con la única mascota, el único animalito con el cual compartiría un tramo de su vida. Le dijo que comenzaba a cantar con ganas cuando
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José María Trujillo
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